domingo, 23 de enero de 2011

SOLEDAD AL FINAL DEL COCHE CAMA*. Oscar Collazos. Cuento.

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A raíz de la columna “Una historia de amor” de Julio César Londoño en EL ESPECTADOR ( .com, 21 Ene 2011 - 10:00 pm. Impreso Ene 22), solicitamos al escritor Óscar Collazos que nos proporcionara el texto completo del cuento y la autorización para publicarlo. Él, a vuelta de correo-e, muy gentilmente nos respondió. Cuánto le agradecemos su colaboración y generosidad. Sea la oportunidad para felicitarlo por la obra.
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SOLEDAD AL FINAL DEL COCHE CAMA*
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Óscar Collazos

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*En Adiós Europa, adiós, Seix Barral, Bogotá, 2000
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AL DESPERTARSE, encendió la lamparilla de la litera, inclinó el cuerpo y quiso saber si su mujer dormía. Había empezado a hacerlo desde que salieron de Guadalajara, cuando él creyó que ella le sugería apagar la luz y abandonar el libro que había empezado a leer en la estación de Chamartin.

Giró el cuerpo y asomó la cabeza hacia la litera inferior del compartimiento elegido para este primer viaje en un coche cama ponderado repetidas veces en los anuncios de televisión. No se sobresaltó. Se sintió tal vez un poco sorprendido por la ausencia. “Debe de haber salido a fumarse un cigarrillo”, pensó. Sin embargo, no intentó recuperar el sueño. Dejó la lamparilla encendida, volvió al libro que había abandonado y trató de ordenar los acontecimientos del capítulo anterior. “Aquella noche, Charles Anthony Bruno se hallaba tumbado bocarriba en su habitación de un hotel de El Paso…”, leyó.

Quiso anticiparse a los acontecimientos. ¿Qué malignas pretensiones movían al fanfarrón de Bruno? La novela de Patricia Highsmith le había interesado desde la primera página. Extraños en un tren era la clase de libro que atrapaba al lector y no lo abandonaba hasta la solución final y sorprendente de la trama. Corrió entonces el riesgo de ganarse un reproche y encendió un cigarrillo, gesto que creyó necesario para volver a introducirse en el relato.

Si su mujer entrara en ese instante, le diría que lo había puesto nervioso su ausencia, cualquier cosa que redujera el disgusto que le produciría verlo fumar después de haber hecho millones de esfuerzos y haber conseguido abandonar los dos paquetes diarios y en parte la tos crónica de fumador empedernido. “Es sólo un cigarrillo, el único de día”, le diría.

Abrió un poco la ventanilla, lo suficiente para que el humo se escapara hacia el exterior. Sintió la fresca brisa nocturna e imaginó el paisaje de Castilla, tan indiferente a su memoria. Volvió a la lectura y consumió íntegro el cigarrillo; arrojó la colilla hacia fuera y el instantáneo resplandor le pareció similar al de una chispa eléctrica que interrumpe de pronto a armonía de la oscuridad.

En el capítulo siguiente, Guy recibe una carta de Charles, procedente de Palm Beach. “La patología del criminal- pensó Hernández- empieza a trabajar sobre la endeble conciencia de Guy”. Esta reflexión le hizo abandonar el libro. Habrían pasado al menos quince minutos cuando volvió la inquietud y decidió bajar de la litera. Salió al pasillo. Menos mal que se había puesto el pijama y que, colgada al lado de la litera estaba la vieja bata de seda que su mujer le había regalado al cumplir cincuenta y cinco años.

Al abrir la puerta de compartimiento y asomarse a la ventanilla, Hernández creyó que la limpia visión de un largo y estrecho espacio despoblado era apenas una figuración suya, el presentimiento o el temor dando por un instante la impresión de algo real. No se veía ni un alma, sólo el resplandor proveniente del compartimiento vecino, alguien que aún leía o un grupo de viajeros que disfrutaba del coloquio y de una buena botella de vino. Decidió dirigirse hacia un extremo del vagón, pues pensó que tal vez su mujer se hubiera encontrado indispuesta y aún estuviera lidiando con sus intestinos. Vaciló antes de llamar a la puerta del W.C. Cuando finalmente se decidió, pronunció el nombre de su mujer y escuchó al instante una ronca voz de hombre que le respondía con acritud:

-¿Es que no puede esperarse?

Su mujer no estaba en el lavado. Miró de nuevo el estrecho espacio vacío, el chorro de luz que salía del compartimiento y le llegó el rumor de una conversación, al mismo tiempo que la impresión más acelerada del ritmo cardíaco. Sintió algunas gotas de sudor en el cuello y la frente.

-¿Dónde se habrá metido?- se preguntó. Y no fue esa, exactamente, la pregunta que hizo al revisor que acababa de aparecer, adormilado, negligente y seguramente ajeno al sueño de los viajeros.

-¿Ha visto usted a una mujer, digamos de unos sesenta y cinco años?

-¿Qué dice?

-He perdido a mi mujer- dijo Hernández con el temor de estar haciendo el ridículo.

El revisor debió pensar que le tomaban el pelo.

-Perderse, se pierden- dijo-. Aparecer, aparecen cuando uno menos lo espera.

-Se lo digo en serio: me desperté y mi mujer no estaba en su litera. ¿Está abierto el bar?

-Acaban de cerrarlo- dijo- . No quedaban más que dos borrachos latosos.

Hernández se sintió extraviado entre la guasa de revisor y su propio desconcierto.

-La última vez que la vi- recordó- fue al salir de Guadalajara.

-¿Viajaban juntos?

-¿Cómo va a viajar un matrimonio?- se enojó-. Juntos y en un compartimiento para dos.

“Charles convencerá finalmente a Guy; de otra forma no tendría ningún sentido la novela”, pensó absurdamente durante toda la tarde y parte de la noche. Éste fue el pensamiento que se interpuso cuando se quedó mirando con severidad al revisor.

-Si lo ha dicho en serio, habrá que hacer algo- dijo el revisor-. Demos una vuelta por los otros vagones. Hay gente que se aburre en las literas y decide darse un paseo para ver si les viene el sueño.

-Mi mujer no es insomne- dijo Hernández-. Siempre se duerme la primera.

-Nunca se sabe- intervino el revisor-. Uno tiene sus vicios secretos.

Hernández iba a decir: “Mi mujer no”, pero se sintió de nuevo ridículo.

Era el primer viaje que hacían en coche cama de primera, el primero ciertamente, pues hasta entonces no habían pasado de Cuenca, Toledo y Segovia, siempre en coches de segunda. Cuenca. Entre aquellos paisajes que pasaron instantáneamente por su memoria, se detuvo en los latos, imponentes, quebrados promontorios de rocas separados en el fondo por el río Júcar. El recorrido más largo y ahora remoto había sido de Madrid a Alicante en un sofocante día de agosto, todo el trayecto en el bar, absortos en el feo, confuso paisaje humano de turistas. Su mujer se había sentido indispuesta al comienzo del viaje.- recordó. Un mareo pasajero. Su incomprensible miedo a un grupo de marroquíes vestidos con túnicas o shilabas de grueso tejido oscuro.

-Si no la encontramos, tendrá que dar el parte a la policía.

-¿Ante quién voy a dar un parte? ¿Y qué coño quiere que diga?

-En Calatayud hay una comisaría cerca de la estación.

“Charles llevará a Guy a la ruina- pensó Hernández-. Los hay débiles y todo hombre siempre está, sin saberlo, a las puertas de un crimen.”

La apariencia convencional que hubiera dado vestido se volvía casi estrafalaria con el atuendo que llevaba: pijama a cuadritos y una vieja bata de seda. Había pasado de los setenta y cuatro años y al revisor no le causó asombro el aspecto del viejo. Estaba acostumbrado a ver los viajeros más extraños en los recorridos nocturnos. El Talgo era diferente: un hotel rodante, todo en su sitio, de vez en cuando algún insomne o la aventura casual de un Casanova, todo dentro de la discreción más deseable. Jóvenes que “se pegaban el lote” en los pasillos, un espontáneo que cantaba a gritos “¡Que viva España!”. Un mutilado de guerra que liaba un cigarrillo.

-Nos queda sólo un coche- dijo el revisor.

-No lo comprendo- reflexionó Hernández-. No pudo haberse apeado en Guadalajara y menos en Medinacelli. ¿A santo de qué iba a hacerlo?

-A lo mejor dormía usted.

-No lo había pensado.

-A veces se apean porque se les ocurre comprar alguna chuchería; se despistan y ni se enteran de que el tren ha seguido su camino. Suele suceder.

-Entonces, la ha dejado el tren- aceptó tristemente el viejo.

-Podríamos llamar a las estaciones anteriores, pero primero hay que saber si bajó del tren.

El último coche, el último antes del furgón del correo, estaba desierto.

-No lo entiendo- dijo Hernández. Temió que una lágrima resbalara por sus mejillas y el revisor no entendiera la dimensión de su pena.

-Pues yo tampoco- dijo el revisor-. Vuelva a su compartimiento y espere. Voy a pedir información a Guadalajara y Medinacelli.

Fumó un cigarrillo tras otro, absorbido por a continuidad inescrutable del paisaje. Lo adivinó seco y áspero, como el envejecimiento, como los años a su paso por el cuerpo, inclementes e ineluctables, preparando el terreno a la única cosa esperanzadora y cierta de los hombres, la soledad, contra la que se pelea en la juventud y a la que los seres se acomodan cuando ya la juventud es una fantasía remota.

“Charles es fuerte e imaginativo, Guy un pelele a merced de la endemoniada voluntad de Charles”, pensó. Aunque era inoportuno pensar en la novela, no podía separarse de la trama.

Cuando el revisor regresó, Hernández parecía estar entregado a sus disquisiciones morales.

-Olvidé decirle que mi mujer se llama Asunción Alfonso de Hernández.

-No importa por ahora el nombre. Dentro de poco llegaremos a Calatayud y todo se arreglará.

No le gustó la severidad profesional del revisor, aunque agradeció el tono amable con que le hablaba.

-¿Ha visto si están las maletas?

-Viajamos con una sola, grande- respondió-. Es más cómodo.

-Habrá dejado su neceser, digo yo.

-Sólo traía un bolso.

-¿Y está el bolso?

-No, señor. Debió de haberse apeado con el bolso- consintió-. Si quería comprar algo, se apeó con el bolso.

-Lleva usted razón- dijo el revisor.

Era una pena que no hubiera podido pasar del capítulo 7 de la novela. El asco que había empezado a sentir por Charles era inferior a la piedad que le inspiraba Guy. A fin y al cabo- se decía- la astucia de crimina no justificaba la pusilanimidad de la víctima.

-No se mueva- pidió el revisor-. Esperamos respuesta.

Se retiró hacía los vagones de cola. Hernández deseó, por una rara necesidad íntima, comentar con el revisor el asunto de la novela. Ya se había hecho su propia ecuación: A desea que B cometa un crimen en su lugar; para comprometer a B, comete un crimen que B no pensaba cometer pero del que éste será el primer sospechoso. Juego de cómplices y reciprocidad en las culpas, primera instancia de la impunidad. Pero el revisor había desaparecido y la novela de Patricia Highsmith se había quedado abierta en el capítulo 7, razón de más para que Hernández creyera que aquella noche todo se le estaba quedando suspendido: un argumento, la presencia de una mujer a la que acaso ya no amaba pero que le era tan próxima e inevitable como la más inmediata de las necesidades. También parecían suspenderse, en la inmovilidad, la noche con su cerrazón inescrutable, el tren a una velocidad acompasada. Calatayud a sólo unos metros. ¿Y si no fuera Calatayud, si sólo fueran las barriadas de Madrid o Alcalá de Henares, por ejemplo, ese Madrid del que hubiera preferido no salir nunca? Se estaba bien en el pisito de la calle de Atocha, las prostitutas de la Plaza de Benavente cumplían con su ritual diario, en la Plaza de Santa Ana volaban las palomas, todo seguía siendo como había sido siempre, un paisaje repetido, ningún imprevisto, ¿todos los Charles del mundo imponiéndose sobre los Guy del mundo?

El tren de detuvo y el vagón de Hernández quedó frente a la estación. ¿Había llegado la hora de la denuncia o el parte? Sintió una irresistible flojera en las piernas. Todo había ido demasiado lejos, nada estaba ya bajo su dominio.

-De Guadalajara y Medinacelli informan que ningún viajero se ha reportado perdido- informó el revisor-. ¡Ah! Me llamo José Ayllón- dijo por cortesía.

El revisor venía acompañado por el jefe de estación y un grupo. Sabían ya de la suerte de “pobre hombre de pijama y bata” y Hernández estuvo de nuevo a punto de llorar. Los curiosos de aquella noche lo alentaban, no debe preocuparse, sólo un despiste, cogerá el tren siguiente, las mujeres tienen mejor que los hombres los pies sobre la tierra- le decía el viajante de comercio catalán que resultó ser vecino, dormía en el compartimiento siguiente. Había escuchado algo y no le había dado importancia. Era una pérdida temporal y no debía inquietarse. Lo mejor sería que siguiera hasta Zaragoza o, por qué no, esperara en Barcelona. Los empleados de la compañía estarían al tanto, él mismo podía acompañarlos en su coche a buscar un hotel. ¿Sabía su mujer en qué hotel iban a alojarse?

-Pensábamos en una pensión de las Ramblas- dijo, pero no sabía cuál. “Una pensión barata frente a la fuente de Canaletas”, recordó pero no dijo nada al viajante de comercio.

El interlocutor catalán mostró un gesto de sorpresa, dijo algo en su idioma y se retiró del grupo de curiosos.

-Nunca hemos estado en Barcelona- dijo Hernández sollozando-. Pensábamos subir en autocar a la Costa Brava- consiguió decir cuando un par de lágrimas escaparon sin pudor ante la mirada silenciosa de los viajeros. Unos permanecían indiferentes, otros le palmeaban la espalda, no se preocupe, hombre, es imposible que una persona se pierda en un viaje como éste. Hernández miraba a los curiosos que se desdibujaban y se convertían en un mojón abstracto en movimiento, como una montaña de materia maleable empujada por una profunda fuerza natural.

-¿Se queda o sigue el viaje?- preguntó el jefe de estación. Yo de usted continuaría hasta Barcelona.

-Si usted lo dice- aceptó con humildad Hernández- ¿Cree que mi mujer podrá coger el tren siguiente?

-¡Claro que podrá! ¿Tiene usted el billete?

-Sí- dijo Hernández y trató de buscar en el bolsillo de la chaqueta antes de darse cuenta que iba en pijama-. Sí, lo tengo en mi chaqueta.

-No importa su mujer no tendrá ningún problema.

Sonidos de campana alertaron a los viajeros. En uno de los coches, algunos jovencitos se asomaban a las ventanillas y seguían el triste episodio de hombre que había perdido a su mujer.

Hernández parecía haber olvidado la novela y la terrible suerte que esperaba al bueno de Guy. Se olvidaba incluso de sí mismo y aceptaba con satisfacción que aún quedaban hombres interesados por el bien de los demás.

-Suba, hombre- le pidió el revisor y le ayudó a subir al coche. Una vez dentro, lo acompañó al compartimiento que seguía con las luces encendidas y las portezuelas abiertas.

-Debo revisar su billete.

Hernández se vio de pronto encerrado en los límites de su propia tribulación. Tal vez pasaron minutos antes de que entrara al compartimiento y buscara con torpeza la chaqueta que había colgado en una percha, antes de que el temblor de sus manos, que el revisor atribuyó al desamparo de un hombre abocado a una soledad absurda, pusiera en evidencia la incapacidad de Hernández para coordinar sus movimientos.

-Déjeme, hombre- insinuó el revisor-. Déjeme le ayudo a buscarlo.

-No, no se moleste- intervino Hernández con la mano introducida ya en el bolsillo del saco, inmóvil, como en una foto extrañamente descompuesta.

-¿No se siente bien?

Hernández saco por fin el billete, lo mantuvo apretado entre las manos, sin atreverse a entregarlo. Las lágrimas de antes ya no eran necesarias. Se había armado de una repentina fortaleza interior y la presencia del revisor dejó de serle intimidante. Con el billete entre las manos, se sentó en la litera y miró fugazmente al funcionario. Inclinó después la cabeza, suavemente, como su se sintiera avergonzado. El billete cayó al suelo y Hernández cubrió el rostro con sus manos.

-Ella se merecía este viaje, ¿sabe?- dijo sin levantar la cabeza-. Siempre se lo estuve aplazando, que le próximo verano, que cuando me jubile y tengamos tiempo, la pobreza siempre esperándonos.

-No le entiendo- alcanzó a decir el revisor y se inclinó a recoger el billete.

-Y lo que es la vida- continuó Hernández enfrentándose esta vez a la mirada del revisor-. Cuando estaba dispuesto a darle ese gusto, la pobre…

No pudo continuar. Los sollozos de aquel hombre, encogido en sus propios recuerdos, abrieron en la sensatez del revisor la inclasificable impresión que se tiene frente a un ser inmensamente solo, alguien que ha querido llenar el vacío de un deseo insatisfecho con una hermosa fantasía amorosa.

-A mi esposa le hubiera gustado hacer este viaje- dijo con decisión-. Por eso, cuando llegué a Chamartin y compré el billete de primera, pensé en ella, en lo que le hubiera gustado este viaje. Decidí comprar un billete para dos.

Ya no lo dominaba la vergüenza. Se sentía aliviado y de nuevo en el duro, inflexible terreno de la realidad. El revisor miró el billete en silencio, lo agujereó y, antes de salir, preguntó a Hernández si quería que le apagara las luces, debería acostarse y tratar de descansar, él entendía perfectamente su congoja, no debía sentirse avergonzado, su mujer, estuviera donde estuviera, sabría agradecérselo, había sido un bonito gesto de lealtad.

-¿Sabe lo que me dijo en su lecho de muerte?

-No hace falta que lo diga- dijo el revisor al cerrar la portezuela-. Puedo adivinarlo.

-Por favor- dijo Hernández a manera de ruego-. No le diga a nadie lo ocurrido. Pensarán que estoy loco; nadie podría comprenderlo.

El revisor hizo un gesto afirmativo de cabeza y cerró la portezuela con suavidad, como lo haría a abandonar el cuarto de un niño que duerme.
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*En Adiós Europa, adiós, Seix Barral, Bogotá, 2000
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ENTREVISTA A OSCAR COLLAZOS (Fragmento))
EL PASADO DE LA ESCRITURA NO ES EL FUTURO DE LAS CORRECCIONES DESEADAS
Entrevista a Oscar Collazos, por Ricardo Villa Sánchez

Fuente: Revista Galería No. 02 Universidad del Magdalena http://revistagaleria.unimagdalena.edu.co/edi2_collazos.htm
http://ciudadcaotica.blogspot.com/2007/05/entrevista-oscar-collazos.html domingo 27 de mayo de 2007
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¿Tiene un espacio determinado para escribir: un estudio, una oficina, un bar, un café etc.?

—Cuando he vivido en espacios grandes, reservo un estudio, por lo general en la biblioteca. Si no dispongo de ese espacio, el escritorio es un rincón de la sala. Ahora, donde escribo, levanto la mirada y me encuentro con el mar. Sólo escribí en cafés en mis épocas de aprendizaje: en Cali, en París, en Bogotá. A veces tomo notas en viajes largos, de más de 5 horas de vuelo. Escribí un cuento que quiero durante un viaje de Bogotá a Madrid: "Soledad al final del coche cama", un cuento que figura en "Adiós Europa, adiós".
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4 comentarios:

  1. hola quiero saber si este es todo el cuento ??? gracias al o la que me pueda colaborar.

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  2. ha, I will experiment my thought, your post bring me some good ideas, it’s truly amazing, thanks.

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  3. Julys.ra, el cuento está publicado en el volúmen "Cuentos escogidos" que publicó el Ministerio en la Biblioteca de Literatura Afrocolombiana.

    Claro que aquí también está completo. :)
    http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/biblioteca-afrocolombiana/cuentos-escogidos-collazos

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    1. mire no se a mentiroso y no se meta en la que no le importa si ba a leer y le gusto ponga comentarios bnos o no ponga nada deje de ser bobo

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